miércoles, 18 de noviembre de 2009

Parece una gracia, pero es una necesidad

“Aquí no queremos guaro ni bolos”

Dos comunidades de indígenas mames prohibieron la venta y el consumo de alcohol. Meten presos a los ebrios, les imponen multas y tienen a raya a los cantineros. Son pueblos recónditos en el occidente del país que le plantan guerra al licor, pero la batalla es más difícil de lo que suponían. El alcoholismo es sólo un síntoma de su pobreza.
Por: Paola Hurtado

En la municipalidad de Santiago un hombre explica que bebió después de vender una moto y que pagará la multa.


Ya no vendemos. Eso ya está prohibido aquí.

– ¿Ni cervezas?
– Nada. Al bolo que lo agarren chupando lo meten a la cárcel. Ya no se puede vender guaro de ninguna clase.

El tendero lo explica riéndose, le hace gracia contar que desde hace dos meses ya no expenden bebidas alcohólicas en Santiago Chimaltenango, un municipio de Huehuetenango sumido en la sierra de los Cuchumatanes.

La prohibición llegó el 5 de agosto, después de la protesta de las mujeres del pueblo que recorrieron las calles con pancartas que pedían “No más alcoholismo”. Surtió efecto. Ese día, los habitantes –miles de hombres y mujeres–, firmaron un acta en la municipalidad. Acordaron sancionar a los borrachos con cárcel y Q500 de multa (o trabajos comunitarios), y a los cantineros con multa de Q1,000.

–Pero si buscan allá arriba, de repente encuentran algo, yo digo que bien le venden –aconseja el vigoroso muchacho del otro lado del mostrador. Si no vendieran licor en Santiago Chimaltenango, no habría ebrios y lo cierto es que ese día hay tres detenidos en la cárcel. Los atraparon en distintas esquinas, cuando zigzagueaban en busca de sus casas. Les espera una noche larga en las bartolinas hediondas y pegajosas: el peor remedio para la cruda.

“Es que el pueblo está bien jodido”, cuenta Matilde Ruiz, sentada en una banca del parque y acompañada de algunas amigas. Es la presidenta de la Asociación de Desarrollo Integral de las Mujeres de Santiago y una de las líderes de pueblo. “Los hombres toman mucho, les pegan a las mujeres, les roban su maíz, su leña, su frijol y sus tinajas para comprar guaro. No dan gasto, andan tirados en la calle. Por eso pedimos que ya no más cantinas ni bolos”.

La escena normal en Santiago antes de la veda era un parque al amanecer tapizado de borrachos. Hasta 30 hombres inconscientes rodeados de botellas. Y en el centro de salud, una fila de heridos: mujeres golpeadas por sus maridos y hombres con contusiones por las caídas.
Las cosas se han calmado un poco. Los ebrios no han desaparecido, pero ya no son tan abundantes ni obvios. Compran las bebidas en San Pedro Necta, el municipio abajo del suyo en la montaña, o con las cantineras de siempre que cambiaron las fachadas de sus negocios por carnicerías, tiendas o taquerías, pero venden el licor a escondidas.

Los camiones repartidores de Licorera Nacional y de la Cervecería Centroamericana ya no suben producto al pueblo desde que las mujeres entregaron un memorial a los conductores para explicar los problemasde Santiago con el alcoholismo. El camión de la Gallo dejaba 90 cajas semanales de 24 botellas cada una: más de 2 mil cervezas para un pueblo de 12 mil habitantes. Las botellas de aguardiente Quetzalteca y de Sello de Oro Venado Especial también desaparecieron de los anaqueles.

Pero el mayor problema en Santiago no son las bebidas de marca registrada. El demonio que estos mames quieren exorcizar se llama “machetero” y es un aguardiente mexicano que entra de contrabando y escuece estómago y cerebro. Una botella de delirio cuesta Q5, pero desde la prohibición la venden hasta en Q20.

Es el maldito machetero el que ha dejado viudas a las mujeres y huérfanos a los hijos, aseguran. Poco a poco se aglomeran más indígenas alrededor de Matilde que quieren compartir sus infortunios. A Hermelinda Bernardo, la vendedora de pollos en el mercado, se le murió el marido el año pasado, de cirrosis. Sus cuatro hermanos también son alcohólicos y agreden a los padres cuando pierden el juicio.

Una rueda de mujeres se ha formado en el parque. Francisca Díaz quiere contar que ella y sus dos hijas abandonaron su casa hace tres años porque su esposo le vendió hasta el azúcar para comprar aguardiente. Y Silvia Aguilar, con una hija lactante, cuenta que cuando su marido llega borracho le da por pelear y agriarles la comida y ella tiene que refugiarse en la casa de su padre.

Santiago Chimaltenango es un pueblo conformado por 1,970 familias. Los hombres se dedican a la agricultura y las mujeres tejen. En el área rural sólo 3 personas han concluido los estudios medios. Es el segundo municipio del país con mayor desnutrición crónica: 83 de cada 100 niños presentan retardo en la talla. Sólo le gana Santiago Atitlán, en el mismo departamento, con 91 por ciento de desnutrición infantil, según el tercer Censo Nacional de Talla en Escolares.

Fue después de vender la moto

Carlos Jiménez está molesto. Lo tuvieron preso toda la noche en la apestosa cárcel. Se le revolvieron tanto las tripas que no pudo comer el desayuno que le llevó su hija. Tampoco pudo bañarse porque no hay duchas, sólo un tonel con agua para evacuar el inodoro. El conserje municipal, el desgraciado que tiene a su cargo ese chiquero, dice en su favor que sólo puede limpiar una vez al día, “cuando liberan a los bolos y antes de que entren los nuevos”.

Carlos y otros dos hombres fueron llevados a media mañana a una oficina de la municipalidad. Son los tres capturados del día anterior. Las mujeres se han reunido alrededor para escuchar el castigo. Si los detenidos no tienen dinero deben comprometerse a hacer trabajos para el pueblo, como chapear durante tres días los terrenos comunales.

–Es que yo ayer vendí una mi moto en San Pedro Necta –se excusa Carlos– Como a las tres de la tarde me regresé al pueblo y me eché los traguitos en el camino … es que uno ya tiene sus costumbres. Allá en la esquina me agarraron. Pero yo voy a pagar. Lo que quiero es que me dejen libre ahorita, porque tengo que ir a Huehue a arreglar los papeles de la moto.
Las mujeres escuchan atentas. Silvia con la bebé lactante en brazos y el seno al aire vocifera: “El problema aquí es que los hombres no saben chupar. No se toman un trago ni dos. No tienen medida. Se emborrachan hasta quedar tirados”.

Al principio fueron las mujeres quienes patrullaron las calles de Santiago Chimaltenango. Detenían a los borrachos y registraban los vehículos para verificar que no ingresaran licor. Pero el mes pasado, la comuna conformó la Policía Municipal y la costea con el dinero que proviene de las multas y que administra un comité de mujeres. Es un escuadrón de cuatro muchachos desarmados que ordenan el tráfico y capturan a los ebrios día y noche.

En Santiago no hay Policía Nacional Civil. Fue clausurada en 2005, cuando los pobladores enardecidos quemaron la estación y lincharon a un supuesto pandillero. Eugenio Aguilar, el alcalde, ha pasado un año gestionando el regreso de los policías. Mientras tanto son los agentes municipales los que ponen el orden bajo las normas que acuerdan los pobladores. En el caso del consumo y venta del alcohol, explica, fueron los lugareños los que acordaron prohibirlos. Todos Santos Cuchumatán, otro municipio huehueteco, tomó la misma disposición meses atrás.  El derecho consuetudinario.

A pesar de que todos los adultos de Santiago Chimaltenango firmaron el acuerdo, hay personas enojadas. “Matilde te vas a morir, hija de la gran puta”, cuenta la líder que la han amenazado algunas cantineras. A sus compañeras también las amedrentan y al administrador de la oficina de correos, dos hombres le quisieron quebrar la radio, el fax y el teléfono. “Es porque yo apoyo a las mujeres”, colige.

“Delito es andar quebrando botellas o haciendo relajo. Pero ¿por qué nos chingan por unos tragos?”, alega un campesino de piel tostada y sombrero de ala que ya estuvo en el calabozo. “Es un robo”, protesta. Carlos Carrillo, que pasó 5 horas encerrado y pagó la multa, dice que está de acuerdo con que es “la ley del pueblo” pero se queja de que la sanción es muy cara. ¿De dónde quieren que saquemos el pisto si aquí ganamos Q30 al día y ni hay trabajo? Además, ¿dónde está el recibo? ¿A dónde va a parar todo ese dinero?”, reclama.

En el centenar de bebedores que ya han caído presos (y que han generado más de Q22 mil recaudados) se cuenta un concejal de la Municipalidad, quien tuvo que pagar la multa. El propio padre del alcalde era uno de los 30 hombres que amanecían en el parque, pero desde la prohibición “se ha calmado bastante”, cuenta el funcionario.

A tres horas de ahí

Comitancillo, San Marcos, es otro municipio de población mam que adoptó medidas contra el alcohol hace algunas semanas. En el casco urbano está prohibido beber de lunes a viernes y las cantinas y tiendas sólo pueden expender licor desde las 8:00 de la noche hasta el amanecer. En 4 aldeas de las 68 que hay, la prohibición es más tajante: nadie puede emborracharse y nadie puede vender bebidas alcohólicas. Los castigos incluyen cárcel, extracción de piedra en el río, limpieza de caminos, multas económicas y suspensión del servicio del agua potable.

En la aldea Taltimiche, encumbrada en un cerro, los albañiles terminan la prisión de los bolos: dos celdas cercadas con tubos de hierro galvanizado, techo de lámina y piso de cemento. El alcalde principal comunitario, Delfino Crisóstomo, sonríe complacido al verla.

Fue en consenso con los 3 mil habitantes de la aldea que los alcaldes acordaron construir la jaula. “Algunos hasta andaban robando chompipitos para comprar guaro”, cuenta Delfino. En cuanto esté terminada “la galerita”, como la llama, entrará en vigencia la disposición de cortarle el servicio de agua a los vendedores de licor. Por ahora ya le cobran Q50 a los bebedores, más 2 días de trabajo comunitario.

Lucio y los otros alcaldes de Tuizacajá pusieron en marcha la misma medida, incluso prohibieron la venta de cigarros, y hace una semana clausuraron el chorro en la pila de don Fermín, el dueño de una tienda. Lucio asegura que lo descubrieron vendiendo cusha, el elíxir letal más consumido en Comitancillo. Un octavo de botella cuesta Q1 y con cinco medidas el bebedor queda aniquilado.

Hermelinda López, la esposa de Mincho, se enjuga los ojos al ver su pila seca. Debe pagar Q1,000 de multa. Acarrea agua en el pozo y lava la ropa en el río. “Yo ya no vendo alcohol, se lo juro, sólo aguas gaseosas”, llora.
Comitancillo tiene 60 mil habitantes. Sólo el casco urbano tiene contadas 38 cantinas. Antes de la prohibición de beber en días hábiles, había tantos ebrios tirados que a veces era difícil manejar los carros. Algunos quedaron prensados debajo de camiones, cuenta el alcalde, Héctor López.

Después de la neumonía y las diarreas, el alcoholismo es la tercera causa de mortalidad en Comitancillo. Susana Solís, la enfermera del centro de salud, lee en voz alta las estadísticas: 25 hombres y 5 mujeres mueren anualmente por causas atribuibles al alcohol. Y de 22 a 32 niños se quedan sin papá o mamá cada año. En 2009 han muerto 3 personas por cirrosis y otras 18 por intoxicación alcohólica.

Juanita García, oficinista del centro de salud, ha visto de todo: mujeres e hijas violadas por un hombre ebrio. Hasta una abuela que se hizo cargo de su nieta porque su hija es alcohólica. Pero ella también bebe y la encontraron dormida en la calle, ebria, con la bebé en la espalda llorando porque se abrió la frente con la caída.

A mediados de 2008 el alcalde López promovió en una sesión del concejo que los ebrios fueran llevados a una casa de rehabilitación. La casa hogar mantiene un promedio de 20 internos y es administrada por 2 alcohólicos rehabilitados. La Policía lleva ahí a los bebedores que pasan las horas críticas en un cuarto oscuro y después los trasladan a habitaciones. Pero si se ponen agresivos, hay que amarrarlos, cuenta Elmer, un encargado. La multa para salir es de Q100 más 3 días de trabajo comunitario.

Daniel Jiménez, un agricultor de Taltimiche, fue capturado la semana pasada. Había ido al cementerio a decorar el panteón de su mamá y antes de almorzar con sus esposa pasó a la cantina. Salió noqueado, directo a la casa hogar. Es la segunda vez que lo ingresan. “Yo no le voy a mentir, cuando agarro a tomar es cosa de una semana a diez días”, admite.
El alcalde López reconoce que no han podido prohibir ni sancionar la venta de licor en el casco urbano, como en algunas aldeas, y que los camiones de cerveza y aguardiente siguen ingresando. “Es que aquí es área urbana, confluye mucha gente, es más difícil hacer algo así, pero en eso estamos”, asegura.

El 90 por ciento de los habitantes de Comitancillo es pobre. El municipio ocupa el séptimo lugar nacional en desnutrición crónica. Su alcoholismo es sólo uno de sus muchos problemas, junto con la pobreza, la falta de empleo y oportunidades y la baja escolaridad. Desde el púlpito y la radio católica, Helio Gijón, el párroco del municipio, ha intentado convencer a los pobladores que no tomen ni vendan licor. Pero ha sido en vano. “La gente se refugia en el alcohol para evadir otros problemas, que son los que deben tratar de resolverse”, opina el padre.

Reunión en Quiché

El sábado pasado, 180 alcaldes comunitarios de los 383 que tiene Comitancillo viajaron a Santa Cruz del Quiché para hablar sobre la aplicación del derecho consuetudinario con la alcaldía indígena quichelense.

Lucio expuso ante todos su preocupación por el caso de Tuizacajá. Don Fermín, el tendero, amenazó con demandarlo por la suspensión de un servicio básico. Óscar Pérez, alcalde de la aldea Tuilelén, donde capturan a los borrachos de lunes a viernes, lo que quería saber era en qué base jurídica pueden ampararse para no ser acusados de detenciones ilegales.

El derecho indígena está contemplado en los Acuerdos de Paz, en declaraciones de Naciones Unidas y en el Convenio 169 de la OIT sobre los derechos de los pueblos indígenas. Este último establece que “en la medida en que sea compatible con el sistema jurídico nacional y con los derechos humanos internacionalmente reconocidos, deberán respetarse los métodos a los que los pueblos interesados ocurren tradicionalmente para la represión de los delitos cometidos por sus miembros”.

Juan Zapeta, el alcalde indígena de Quiché, expuso a los señores de Comitancillo que “es importante que se respeten los dos sistemas –el oficial y el indígena– porque ninguno está por encima del otro”, pero les recomendó que no actúen precipitadamente. “A veces hay calumnias por envidias de la gente que acusa. Y hay que ser cuidadosos porque la gente con cualquier cosa grita: ‘¡échenles gasolina!’. Los linchamientos vienen de la época de la guerra cuando el Ejército quemaba a las personas, no es una tradición de nuestros antepasados”. Zapeta enumeró tres cosas básicas que el derecho indígena no hace: “Nunca torturamos, ni para sacar la verdad. No esclavizamos, sólo se imponen trabajos en beneficio de la comunidad. Y nunca matamos”.
En Quiché, donde el derecho consuetudinario se ha adjudicado investigaciones sobre asesinatos y robos, no ha sido sencilla la aplicación, reconoce Zapeta. A veces se aglomeran 5 mil personas en la plaza y todos quieren opinar. Pero lo importante es que las decisiones tomadas sean las acordadas por el pueblo y que se hagan valer.

Lucio seguía nervioso en su asiento. Le preocupa que si don Fermín lo demanda su aldea no lo respalde. También las mujeres de Santiago Chimaltenango preguntaban días antes qué va a pasar con las cantineras que amenazaron con demandarlas. ¿Qué podemos hacer para que cierren todas las ventas clandestinas, que ya no haya nada de licor aquí?, inquirían. No tienen respuestas. Por ahora, estos pueblos mames enfermos de pobreza sólo tienen claro algo: no quieren bolos y no quieren cantinas. La mayoría de sus habitantes los apoya y eso les basta para seguir adelante

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